Preámbulo
Hace treinta y tres años me convertí en leyenda. A lo largo y ancho de la sierra mis ecos botaron contra las rocas noche y día, cientos de veces, cayendo sobre la espesura del bosque Esmeralda, dándome vida. La gente de estas tierras no alcanza la paz sin sus tradiciones orales, sin las historias que surgen emocionantes de sus bocas y que viajan entre los vientos nocturnos sacudiendo en la altura las ramas de los viejos y majestuosos árboles. Nadie puede vivir sin leyendas. Por eso mi presencia fluyó por años en la dulce cascada que hermosea el camino al pueblo, en el frescor de sus ríos; mi figura deambuló sobre las copas de los pinos cual enigmático fantasma; fue enmarcada en la cresta de los peñascos. Muchos me vieron imponente allá, arriba, dentro del trozo de cielo que se ve por la ventana de la sierra, símbolo de San Miguel.
Ser leyenda tiene sus ventajas, entre ellas, vivir siempre en el tiempo presente, trascender a través de los años franqueando voces escépticas y malintencionadas; se puede estar en muchas partes al mismo tiempo; además de que es improblable llegar a un final, mis promotores me dan infusiones de vida, los cuenta-cuentos, los habitantes de estos lugares que me vieron nacer.
A través de la transmisión oral inicia mi existir. Andar de boca en boca me garantiza un buen tiempo de vigencia y me permite a su vez conocer muy bien a mis transmisores. A lo largo del tiempo, no me he encontrado hombre o mujer que no haya narrado alguna vez una leyenda. Por eso aquí, San Miguel de Tasajal, es la cuna de una historia subrepticia, cuya génesis soy yo, mas fue ahormada, a fuerza de golpes, por cada uno de sus residentes. ¿Nunca han experimentado la frustración de un resultado desastroso, a pesar de haber realizado la acción que en su momento creyeron más adecuada? Yo si. Soy una leyenda frustrada. Sobre todo porque en el imparable desarrollo de acontecimientos, causas inexplicables tuvieron efectos de lo más dolorosos que desencadenaron hasta el deceso de la esperanza. Matar las esperanzas de tus semejantes es imperdonable.
Durante mucho tiempo, para beneplácito de los lugareños, el verdegal del bosque poseía una magia virginal que envolvía a cualquiera que se adentrara en su seno. Todo era saludable. Las seductoras aguas, vencidas desde las montañas, se desplomaban a chorros serpenteantes, impregnadas de sus eternos y diáfanos centelleos. Entre los claroscuros, junto con las aves, el aire canturreaba sonriente, motivado por los leves haces de sol que resbalaban furtivos por entre el follaje. El río Casitas y el río Pilo se encargaban de enregar a través de sus arroyos, el relente alegre que los niños convertían siempre en acuoso festival para las tardes. El verde señoreaba implacable y jamás hubiera pensado que su reino de frondosidad quedaría en la mente de sus moradores como un bello y lejano recuerdo. Después de la ruina, después de que en la leyenda ya no se podría hablar de “muerte”, así nada más, en singular.
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